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El misterio de la calificación

La evaluación es el modo que encuentra la escuela para brindar esa luz que sirve para develar aspetos que desconoce, que desea comprobar, para mejorar su función.
La actitud evaluadora invierte el interés de conocer por el interés de aprobar, por ello todo docente debe planear cómo evalúa.

La escuela parte de la esperanza de dejar huellas imborrables en los alumnos en su misión de transmisión cultural para favorecer la inserción creativa de los sujetos en las culturas.

Es ella la que rara vez está desprovista de razón y de razones que iluminan para poder reconocer cómo aprenden los niños. La evaluación es el modo que encuentra la escuela para brindar esa luz que sirve para develar aspectos que desconoce, que desea comprobar, para mejorar su función.

¿Evaluación o calificación?

Vamos a diferenciar el término “evaluación” de “calificación”. Pensemos en conceptos tales como que el resultado de las evaluaciones se alcanza a través de diferentes instrumentos (pruebas escritas, trabajos prácticos, lecciones orales, etc.) y  otros acerca de la calificación (expresada como un ícono, fracción, código o nota numérica).

Para los alumnos y para los padres, entender las atribuciones de la calificación ha sido y, en algunos casos, sigue siendo un misterio. Pero esta afirmación se complica si también agregamos que, para los docentes,  develar los motivos que dieron lugar a esa calificación como resultante de la evaluación, también es un espacio para la acción.

La evaluación, espacio históricamente complejo

Si nos remontamos a aquellas generaciones de estudiantes que en primario aprendieron con los textos conocidos como Upa o Mi amigo Gregorio, entre otros, la evaluación imperante de esta época era la sumativa o final, fruto del término de una serie de contenidos que debían resumirse a través de algún instrumento, llámese prueba escrita o lección oral, con el solo efecto de calificar y sin posibilidad de cuestión alguna. Más tarde, aquellos que estudiaron con textos como Trampolín, fueron evaluados con el llamado “proceso que instaba a calificaciones  reiteradas (calificaciones iniciales, medias y finales) y observación directa” combinando pruebas escritas, con trabajos de equipo o grupales. No nos olvidamos que en medio de estas épocas, también desde mucho antes y sin asombrarnos aún hoy; algunos han usado (y siguen usando) la evaluación como espacio de castigo (“porque se portaron mal les tomo una prueba escrita”) o como elemento desconcertante (“pruebas sorpresa”).Todos ellos con un denominador común, atribuir una calificación teniendo como objeto al estudiante como único responsable de sus aprendizajes.

Lo que se perdió en el camino: He aquí el problema. Así se perdió el sentido de evaluar  y al decir de Alicia Camilioni[1] se transformó  en una  patología “… la actitud evaluadora invierte el interés de conocer por el interés por aprobar en tanto se estudia para aprobar y no para aprender. El profesor cuando enseña un tema, destaca su importancia diciendo que será evaluado y lentamente va estructurando toda la situación de enseñanza por la próxima situación de evaluación.”

La idea de este artículo se centra en plantear el sentido evaluativo a los fines de los alumnos, y en esa perspectiva hablamos de evaluación formativa y más precisamente de evaluación auténtica que logre una mayor autonomía.

Será formativa cuando permita al alumno, de la edad y nivel que sea, anticipar su rendimiento, detectar sus errores, modificar sus saberes, definir metas para aquello en que se equivocó, establecer un vínculo comunicativo productivo con el/los docentes y generar  juicios críticos y autónomos sobre su desempeño.

Será formativa si ofrece información entendible para que los alumnos puedan mejorar sus aprendizajes, pero mejor aún, al decir de Anijovich[2], será auténtica si “… permite contemplar la heterogeneidad de los estudiantes y la posibilidad de que todos logren aprender en tanto se les ofrezcan actividades variadas en las que sea posible optar y tomar decisiones para resolver problemas cotidianos”.

Más que evaluar mucho, lo importante es hacerlo bien:

La evaluación así entendida no puede comprenderse desde la simple calificación, promedio o frases hechas como “sigue así” (así con qué); “adelante” (de qué); “debes esforzarte más“ (en qué) o desde las evaluaciones escritas con las atribuciones numéricas o conceptuales, a veces hasta graciosas como B+ (no sabemos por qué es más bueno o menos muy bueno) ó 7- (siete menos es más que seis pero no existe entre los conjuntos numéricos que se enseñan, por lo que el docente inventa un nuevo sistema numérico contrario a lo que enseña y evalúa)  y seguiríamos con una colorida variedad de ellas.

Por ello, el planteo no se debe a cómo se enseña sino a cómo se debe instrumentar la evaluación para que sea “entendible” para los alumnos y padres, y a su vez auténticamente formativa.

Llamémosla Evaluación Educativa, porque educa al evaluar: Todo docente debe planificar cómo evalúa. No restringirse al simple hecho de planificar cómo enseña, que es una práctica habitual, sino que debe pensar en diferentes aspectos como por ejemplo tener claridad en aquello que desea que los alumnos aprendan, de qué modo y en qué tiempos;  y sobre eso, con qué instrumentos va a evaluar, cómo registrará los avances de los alumnos, en qué momentos, qué categorías de análisis plantea para ese conocimiento y qué indicadores utilizará.

Si esto sucediera, entonces  se aclararía el misterio de la evaluación que surge al preguntarle a cualquier alumno “cómo te fue” y la respuesta típica “no sé”, o mejor aún, “por qué te sacaste un seis” con mismo resultado.

Se devela el misterio:

Ahondando más, volviendo a las primeras líneas de esta nota, si el alumno o sus padres se acercaran a preguntarle al docente la diferencia entre un seis y un siete en término de criterios evaluativos que den cuenta de dichas calificaciones, muy probablemente se encuentren con una serie de justificaciones como “uno estuvo atento y el otro no, es muy charlatán, hay que tener en presente otras cosas (misteriosas), en clase no participa…” pero ninguna certeza que aclare la diferencia. Eso pasa por  falta de instrumentación.

Si el docente instala una verdadera cultura evaluativa, será sistemático en el registro de avances y sus alumnos, que deberán conocer su toma de notas,  participarán de la construcción de los criterios de evaluación, entonces serán capaces de anticipar su desempeño y de focalizar aquello donde deben mejorar.  En ese marco, cada docente realizará devoluciones con sentido. Un sentido que es aportado por los indicadores que construyó en relación a aquello que consideró importante que los alumnos aprendan respetando el Diseño Curricular correspondiente.

Un docente que apunte a una evaluación auténtica utilizará para sus registros tareas que retroalimenten y actividades de metacognición (razonar y aplicar el pensamiento, reflexión constante, re-utilización de conocimientos adquiridos). Implementará  instrumentos, sistematizará la toma de evidencias en algunos como listas de control o cotejo, categorías y criterios de evaluación, matrices de evaluación, claves de corrección, bancos de errores, rúbricas, portafolios, registros narrativos, protocolos de retroalimentación , etc. Luego, analizará los avances alumno por alumno para conocer los logros y trabajar aquello que es necesario retomar atendiendo a la diversidad de tiempos y modos de aprendizajes, y a su vez, al interior de su propia práctica, estudiará las categorías en términos grupales, conociendo aquello que debe replantearse didácticamente para alcanzar lo propuesto.

Cualquiera de estos instrumentos utilizados en forma sistemática, permitirá al docente considerar estándares, comparar los avances de un período a otro, diferenciar específicamente en qué categoría o campo se destaca el alumno y en cuál debe esforzarse más, justificar puntos a trabajar tanto en forma individual como grupal.

Una evaluación con consecuencias sociales y políticas:

La democratización de los procesos educativos exige incorporar consideraciones acerca de la justicia y que la escuela pueda mostrar honestamente los logros conseguidos y las deudas educativas pendientes.

Son requisitos de este modo de pensar la evaluación, que tanto los instrumentos como los criterios sean públicos y compartidos por los alumnos, permitiendo a éstos, actividades de metacognición, aprender a evaluarse,  tomar conciencia de sus avances y  retroalimentar en lo específico. La información que recibirán referirá a los progresos en relación con las metas propuestas para sus desempeños, promoviendo una evaluación que no se piensa “para” el aprendizaje ni tampoco “del aprendizaje” sino  productiva de habilidades: “evaluación cómo aprendizaje”[3].

Así es como llegamos a las instancias de los informes, de las devoluciones, tanto en lo cotidiano como en instancias informativas correspondientes al Calendario de Actividades Docentes para la entrega de boletines o Libretas de Trayectorias, donde los docentes deberán, a través de lo instrumentado y analizado, realizar “buenas observaciones” (justificables y conocidas por todos) que den cuenta de procesos de aprendizaje que orienten directamente a los alumnos  acerca de los criterios e indicadores relevados y los alienten al desafío de trabajar el error como una oportunidad para aprender[4] fortaleciendo las capacidades de los alumnos.

Estas observaciones para que aporten al alumno, deberían dirigirse a ellos área por área, permitiendo el detalle de sus progresos, ya que todos los docentes tienen que evaluar e instrumentar sus registros. Por ejemplo, nunca antes el profesor de educación física aportó en el boletín más que “la nota”, y era injusto, porque seguramente más de un alumno se destacaba en ello pero no era reconocido. Ahora podría plantearse una evaluación donde todos valoren y donde el alumno pueda reconocer sus propios errores para aprender a no repetirlos.

Un alumno que sabe evaluarse, que conoce sus habilidades y más aún, identifica aquello en lo que tiene dificultades y logra solucionarlo, es el germen de un adulto que podrá manejar la información necesaria para la toma de decisiones, no sólo en el espacio escolar, sino para la vida. Solo así la educación da fruto.

Ahora sí… El misterio detrás de las evaluaciones o evaluar para nuevos alumnos

¿Sabe usted por qué la escuela ha cambiado tanto o por qué no ha cambiado?

En la puerta del colegio una madre protesta porque no se exige “la cursiva”, no se “toman las tablas” o “los chicos ya no leen como antes”.

La escuela es la misma, pero ha cambiado.

Una educación pensada para atrás tiene sentido en las necesidades pasadas como memorizar capitales o la tabla periódica de elementos en química. ¿Quién no lo hizo? Y además ¿quién se acuerda algo de eso?

Es casi imposible pensar una escuela para la generación de las nuevas tecnologías, nativos digitales que se enfrentan a un papel pero escriben sin teclado en pantallas Android,  que buscan el control remoto en un grabador a CD, que nunca supieron prender un toca-discos, culturalmente diferentes, comunicativamente distintos, para ellos aquel… nuestro modo de aprender es un sin sentido.

Y si no, dónde buscan nuestros hijos adolescentes el significado de un término, van al diccionario o a Google, dónde buscan los jóvenes las direcciones en “la Filcar” o en Google Maps, dónde recurren cuando desean traducir algo, al diccionario de inglés o al traductor web… la lista sigue.

Aquí empieza la primera de las tensiones, cuando los docentes, simples inmigrantes tecnológicos resistentes férreos, piensan qué enseñar y cómo a niños cuasi-virtuales. Docentes criados con tiza y pizarrón para “alumnos Tablet”. Es el primer obstáculo, cómo pensar qué enseñar.

Pero esta nota refiere a evaluación, dejaremos estas reflexiones para otro día y hoy nos centraremos en cómo evaluar.

Ya no podemos pensar en una evaluación memorística, o enunciativa, para este tipo de alumnos que necesitan poder adquirir autonomía y por ello, la necesidad de pensar en una evaluación formativa y auténtica. Por ello la evaluación no puede ni debe ser un misterio.

 

Referencias

[1]Camilioni, Alicia R. W. de… [y otros]. La evaluación de los aprendizajes en el debate didáctico contemporáneo. Buenos Aires: Paidós, 1998.
[2]Anijovich, Rebeca. Evaluar para aprender: conceptos e instrumentos. Buenos Aires: Aique Grupo Editor, 2012.
[3] Black, Paul y William, Dylan. Concepciones de la evaluación: del aprendizaje, para el aprendizaje y como aprendizaje.
[4]Astolfi, Jean-Pierre. “El error”, un medio para enseñar. Sevilla: Díada, 1999.

 

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