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El COVID-19 no sólo tiene un impacto en nuestra salud física. Son muchos los sentimientos, emociones y pensamientos que nos provoca. Estamos ante un gran reto, pues no se trata de cuidar únicamente nuestro cuerpo, también tenemos la obligación de cuidar nuestra salud mental y procurar a las personas que más queremos.
La pandemia del COVID-19 ha traído consigo ansiedad, depresión, estrés, violencia intrafamiliar y violencia en la pareja. El impacto económico y la incertidumbre por no saber cuánto tiempo durará el confinamiento son algunas de las consecuencias del aislamiento.
Muchas veces el tamaño de las casas (especialmente cuando son muy pequeñas) limita el desarrollo de los miembros de la familia; hay pocos espacios de esparcimiento y largos períodos de convivencia. Los roles y las dinámicas establecidas en las familias han sufrido fracturas que alteran la comunicación entre los miembros.
Es entonces que aparecen comportamientos, pensamientos, emociones y sensaciones que implican un impacto emocional intenso, una reacción que es inherente al ser humano, pues de esta manera asimilamos la experiencia.
Cuando existe un evento impactante frecuentemente atravesamos por varias etapas: 1) emociones intensas y pérdida de control. 2) centramos nuestra atención en lo que acontece generando ideas anticipadas y de indefensión, miedo, rabia o culpa. 3) finalmente se presenta la fase de aceptación, integración y normalización del curso de la vida.
No todas las personas son igual de vulnerables. La situación se agrava cuando en la familia uno de los miembros tiene alguna condición especial. Una situación muy preocupante pues los tratamientos han sido interrumpidos parcial o totalmente. Un ejemplo de ello son las personas con Trastorno del Espectro Autista, quienes pueden presentar ansiedad, problemas de aprendizaje, déficit en la comunicación social, irritabilidad, agresiones y autoagresiones. Durante el confinamiento no todos pueden recibir terapia, sus rutinas diarias se han modificado (lo que es un reto para ellos) e incluso puede haber problemas para comprender qué es lo que pasa. Puede suceder que los padres tengan que teletrabajar y que no cuenten con el apoyo diario de los especialistas. Así mismo los especialistas han tenido que recurrir a herramientas como Skype o Zoom para brindar apoyo a sus pacientes.
Por otro lado, hay personas que se niegan a usar mascarillas aun cuando hay evidencias científicas de que es primordial para protegernos de un virus tan mortal generando rechazo y/o enojo por parte de las personas que sí la utilizan. Aunque la experiencia del COVID-19 es colectiva, no todos procesamos de la misma manera dicho suceso. Ante situaciones que nos provocan un fuerte estrés es común que recurramos a la negación como mecanismo de defensa. Pensar que no va a pasar nada y que todo está bien nos ayuda a evitar la ansiedad. Creer que la enfermedad es un invento provoca que sintamos que no va a pasar nada y hace que la gente relaje las medidas de seguridad. Juntarse con personas con las mismas creencias hacen que creamos que nuestra forma de pensar es correcta e incluso tendemos a recurrir al pensamiento mágico.
El COVID-19 no sólo tiene un impacto en nuestra salud física. Son muchos los sentimientos, emociones y pensamientos que nos provoca. Estamos ante un gran reto, pues no se trata de cuidar únicamente nuestro cuerpo, también tenemos la obligación de cuidar nuestra salud mental y procurar a las personas que más queremos.