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La teoría del límite y sus aplicaciones terapéuticas. (Parte V)

Ciertamente podemos ayudarlos, podemos brindarles cobijo cuando lo requieren, podemos decidir mandarlos a una buena escuela, podemos meterlos a clases extraescolares, que practiquen algún deporte, que estudien algún instrumento musical, podemos llevarlos a museos, pensar en actividades que los capaciten para manejar tecnología, podemos exponerlos a problemas físicos o matemáticos, podemos introducirlos a la literatura, enseñarles el gusto por la lectura

Ciertamente podemos ayudarlos, podemos brindarles cobijo cuando lo requieren, podemos decidir mandarlos a una buena escuela, podemos meterlos a clases extraescolares, que practiquen algún deporte, que estudien algún instrumento musical, podemos llevarlos a museos, pensar en actividades que los capaciten para manejar tecnología, podemos exponerlos a problemas físicos o matemáticos, podemos introducirlos a la literatura, enseñarles el gusto por la lectura… es decir, podemos planificar para ellos actividades, brindarles espacios físicos y culturales, invertir mucho de nuestro dinero en eso, pero finalmente está en ellos “aprovechar” estas oportunidades o no hacerlo.
 
Aquí hay un límite muy claro: cada persona atraviesa por los llamados retos del desarrollo con sus propias herramientas y con sus propios medios. Probablemente aprenda mucho de lo que observa en sus padres y maestros, finalmente la familia y la escuela son vehículos de socialización, pero la manera como se quiere “asimilar” a su cultura, la manera en que finalmente decide quién es y qué quiere hacer, depende de él. Podemos tener métodos excelentes para introducir al niño al mundo de las matemáticas, podemos contar con bibliotecas llenas de libros informativos y de ficción, podemos tener programas para el desarrollo de competencias, podemos inclusive formar al niño en el conocimiento y la valoración propia, podemos llevarlo para que palpe la realidad de los menos favorecidos… si él o ella no decide involucrarse, la experiencia pasará sin moverle un pelo.
 
Y la verdad es que resulta difícil encarar esta situación, porque resulta difícil pensar que no tenemos el control de la vida de nuestros hijos y de nuestros alumnos, o sea, es difícil “soltar la rienda”, como diría José Alfredo Jiménez. Y es que soltar la rienda equivaldría a confiar, es decir, confiar en que los tropiezos, las decepciones, los desencuentros con los que se van a encontrar nuestros hijos y alumnos les van a servir de algo. Más bien estamos acostumbrados a pensar lo contrario: que lo que cuenta son los éxitos, las menciones honoríficas, los primeros lugares, la excelencia. No nos detenemos a pensar que todos esos premios y reconocimientos son efectivamente producto del esfuerzo y la perseverancia, lo cual es muy bueno, pero sobretodo es muy controlado, muy planeado por la persona que lo consigue. Sin embargo, nadie planea un “fregadazo” o un accidente de la vida, así como nadie optaría o escogería una decepción amorosa, nadie quiere pelearse con su amigo del alma, ni quiere ser cachado en un examen… nadie se quiere ir a un examen extraordinario, ni mucho menos repetir un año escolar. A nadie le gustaría estar parado frente a un grupo de personas (por ejemplo su salón de clases) y quedarse bloqueado sin poder hablar en un concurso de oratoria. Nadie escoge ser rechazado o molestado por un grupo de niños populares. Nadie está feliz de saber que sus padres fueron mandados llamar por alguna autoridad del colegio para abordar algún asunto de disciplina. A nadie le encanta vivir la situación de injusticia de un maestro cuando no toma en cuenta nuestro esfuerzo. A nadie le gusta verse en la situación de tener que hacer un trabajo en equipo con personas que le caen mal, o que trabajan distinto que uno. Nadie quiere vivir la situación de divorcio de sus padres. Todas estas situaciones son de alguna forma ajenas a nuestro control, es decir, nos “cayeron encima” sin pedirlas: Un maestro que venía de malas, los nervios que traicionan y bloquean la mente, un amigo que decide ya no serlo más, unos padres que deciden ya no quererse. Son estas circunstancias ajenas a nuestro control, son situaciones difíciles de las que el alumno, el hijo, puede sacar provecho, sobretodo en el plano del conocimiento personal. Son situaciones de las que se puede incluso salir “aventajado”, si saben aprovecharse, aunque implican cierto grado de dolor.
 
Pero como padres y como maestros, con frecuencia nos abocamos a prevenir este tipo de “desastres”, no queremos que nuestros hijos sufran. Nos preocupamos por generar una especie de medio aséptico, limpio, donde “todo va a salir bien”, nos preocupamos por controlar. Y no nos damos cuenta de que mientras más control pretendemos tener, menos confianza estamos generando en las posibilidades de nuestros hijos y alumnos. Estamos transmitiendo desconfianza, que va de la mano de afán de control, estamos viviendo y enseñando una especie de ficción de control.

 

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